Me subo el largo de la falda y me instalo detrás de la gasolinera, siempre que la decadencia así lo aconseja.

sábado, 13 de diciembre de 2014

Carta a mi profe. A mi madre. A mi sostén. A mi guía

Internet, me estás jodiendo la vida.
Tengo el túnel carpiano que parece la M-50, todo el día con el móvil en la mano, estirando el pulgar para llegar a lugares insospechados del teclado y del universo, dar likes, aceptar cookies y masturbar aplicaciones que se han convertido en nuestro segundo coño, en el coño de la Bernarda, en el coño ávido de dedos pulgares que llegan a lugares insospechados del universo.
 
Tengo el fenómeno de la mente que permite al organismo codificar, almacenar y recuperar la información del pasado, hecho unos zorros. Para qué necesito pues la memoria, Internet, si tú me lo chivas todo, me rescatas, me auxilias, me acaricias la espalda, me manipulas, me abrumas, me ciegas, me excitas, me agobias, chica, qué agobio con tu puta información, déjame en paz, zorra. Ya no necesito recordar cifras, ni recetas, ni direcciones o el horario de los cines. 
 
Ya no quiero ir a las tiendas, a aguantar a licenciadas en Sociología con sus puedo ayudarte en algo, ni probarme ropa en probadores del esperpento, con olor a pies y espejos deformantes, por qué no se le ha ocurrido a nadie poner duchas de photoshop en los probadores, que nos veamos guapas todas ya de una vez, Internet, puta, o es que no tenemos derecho a ser felices. Ya no quiero ir más a misa, que me den la ostia en privado, Internet, a solas; me pongo los auriculares y la banda sonora de Jesucristo Superstar y que venga Dios a contarme sus movidas al oído, mi personal shopper, que me haga sentir especial, que se venga a mi mundo, que ya has conseguido que no quiera salir de mi mundo a conocer los mundos de otros, Internet, mi vida, so puta. Tampoco quiero ir a clase, ni al médico, ni a la frutería, ni a Hacienda o a prisión, valga la redundancia, no me imagino ya pisando el suelo de una librería, ni de un banco o de un dentista. Lo quiero hacer todo contigo, Internet,  en qué me has convertido, dicen que tienes veneno en la piel, tú y yo juntas siempre, tía, más solas y más bolleras que nunca.
 
De qué me sirve evocar vivencias, si en la nube tengo todo mi pasado -y mi futuro- almacenado en forma de vídeos y fotos rápidas, veintisiete fotos rápidas de la misma mueca tonta y quince mil fotos rápidas de mi entrepierna para mandársela a los setecientos millones de novios que me tienes guardados en tu tripa, esperando a ser nominados, metidos todos en el confesonario en que hemos convertido tu camarote, Groucho, como si fueran los óvulos de una gran CPU que nos meará un día en la cara, y todos creeremos que está haciendo squirting, y no hará falta que preguntemos al autista de al lado qué es el squirting porque tú, Internet, que me estás jodiendo la vida, lo sabes todo. Lo sabes todo de mí, te masturbas a diario con el dildo de mis datos, de mis búsquedas, de mis miedos. Te cuento mis cosas porque así es el feedback: una fiesta cotidiana, una gymkana. Me intuyes, me presientes, compras marihuana por mí, me rellenas las encuestas, conoces mis entramados financieros y familiares, con quién me acuesto, a quién odio y lo que espero de los cursos de formación que emprendo. Eres mi chica. No concibo la vida sin ti, no quiero volver la vista atrás, cuando todo era ignorancia y espontáneo. Te odio y te consiento, no te soporto, guarra, no puedo vivir sin ti, sin tus besos [buscar tipos de besos], te necesito y no te quiero, me voy a desconectar un día de estos y voy a volver a ser la de siempre, te vas a enterar, Internet, furcia. Que me estás jodiendo la vida, ya, mi vida.

martes, 30 de septiembre de 2014

Otonio. III

Pero qué guapo estás con tu cara de Lolita y esa reducción de estómago apolillado, tras un verano preñado de cloro y verbenas. Cómo se te ralentiza el pulso, maestro.
Si te publicaran un libro cada año, ¿sería de hojas perennes o caducas? Siempre me hago esa pregunta mientras aso castañas, cuezo membrillos y toda esa movida de las moras. Trae la guitarra mientras me contestas, que la vamos a estampar contra el suelo y cuando tengamos quince buenos pedazos, haremos la chimenea más bonita del cuatrimestre. Menos flipe es mirar el fuego desde un fuego, claro.
Egoístamente hablando, tienes unos ojos preciosos: Amarillento Chásis, Terroso Canuto, Passion Cobre... Los colores contigo son como una barbacoa de sardinas, que no le gusta a todo el mundo pero en la que igualmente te puedes poner ciego de calimocho. 
Y la luz, que parece que llevemos un poniente entre las cejas. Te lo curras guay.
Todos ahí con nuestro lío de disfraces, lo que te debes de reír, cabrón.
Un beso.




De dónde venimos: Otonio y Otonio II


jueves, 28 de agosto de 2014

Menos ciegos y más citas

Nos habremos dicho nuestros nombres por whatsapp después de chatear como Nerea33 y UnodeTantos un par de noches, siendo generosos con las coincidencias, el interés mutuo y la cantidad de alcohol ingerido mientras tanto.
Conocer a una persona tiene hoy el encanto de la tecnología, y sus rutas son inexorables: del anonimato, a la cercanía del emoticono, y de la voz distorsionada por el micro del smartphone, al shock de tenerla delante.
Las citas a ciegas pueden ser un modus vivendi solo si aguantas sus pollazos: la tensión de la ruleta, el encanto de comerte de un enorme ñamñam las expectativas del éxito, la delicatessen del morbo. Esa sensación previa de llevar grabado un «voy a tener potra» en la frente mientras buscas con la mirada una camisa negra y unas gafas hipster. Esos minutos interminables en los que deseas fervientemente que cuando escribió correctamente a gusto no fuera fruto de la casualidad o del corrector ortográfico, y esté convencido realmente de que se escribe separado. La inquietud del ojalá, por favor, que sea ese tan guapo que está apoyado ahí en la entrada de la FNAC y a quien le acaba de dar un beso la zorra esa, zorra, hija de puta, pues entonces cuál es.
...ojalá esos minutos fueran eternos. Ese cosquilleo. Ese tonto desasosiego. Que no pare nunca la tragaperras de girar los ojitos, que el azar te baje las bragas lentamente, y no se pase never la emoción del momento. Ese momento previo a que se plante delante de tus napias un señor que coincide más o menos con lo que te habías imaginado, y ofreciéndote un cubo de agua fría te pregunte si quieres que llame a los medios mientras te la echas por encima o si te la vas a beber.
Pero todo pasa. Ya le tienes delante y aguantar el tipo es un arte. Quién ha dicho que la cortesía hoy no está de moda. Siéntate aquí en esta terraza está bien, sí, te gusta, es perfecta para empezar a conocerse, y cuéntale por qué estás allí, qué buscas, quién te hizo daño, a quién votas, por qué dios te ha abandonado, los dientes de leche que guardas en la cajita de nácar, si has traído condones, a qué hora entras mañana, lo que opinas del pulpo a feira, si tienes miedo, cuánto mides descalza, que tuiteas compulsivamente, tus divorcios y sus causas, por qué prefieres una piscina de olas para suicidarte, cuántos kilómetros os separan, la talla de los brackets, si te gusta leer, pregunta el pavo, tu malestar favorito, la excusa más votada, si el cuscús con cordero o con verduras, la emisora que escuchas, el ritmo que más te gusta, cómo te imaginas la menopausia y por qué no montas una pyme.

                                      Pregúntale lo mismo, que vea lo que jode.

Beberemos y comeremos juntos y nos empeñaremos en pagar a medias. Que se nos salga la paridad por las orejas, mi vida, que tú no lo sabes aún, pero ya eres mi vida, con tus ojos miopes, y tus manos de leñador y tu espalda-montaña. Seremos iguales para pagar las copas, pero a mí tú me gustas mogollón y me imagino en tus fuertes brazos mientras me untas el paté de cabrales por el cuerpo, y pasándome el revuelto de la casa de tu misma boca, sí perdona, yo con Beefeater, también, sí, estaba pensando en nuestras cosas, claro que te espero mientras vas al servicio, vida mía, mi amor, desconocido mío.
Tras dos horas de pesquisas mutuas remataremos el formulario y estamparemos nuestra firma en todas las hojas por duplicado. Se hará tarde y ya no seremos unos críos. Caminaremos hasta el coche y a tomar por culo el encanto de pedirte el teléfono porque lo tenemos hace quince días de interminables saluditos bip antes de dormirnos.
Otros dos besos, tío, me parece ya demasiada cortesía, y esa manía de respetar el espacio vital una leyenda urbana, por favor, acércate más, rodéame la cintura como si tal cosa, ponme un mechón de pelo tras la oreja, algo, un gesto que nos ahorre la tirantez de la despedida, llámame Nerea, no sé, hijo, algo. No destruyas el Lego Friends que llevamos toda la tarde montando, pieza a pieza, sin mirar las instrucciones, no seas así de bruto. Que se te note la dignitas, los master del universo, tus horas de gimnasio y la capa de superman con la que fantaseé yo en mis más húmedos sueños.

Rellenaremos los huecos con tres frases hechas y miraremos ambos tu reloj de diseño mientras me sueltas:
-¿Te llamo entonces? 

                                           Haz lo que quieras, hijo de puta.

miércoles, 20 de agosto de 2014

Vete a la mierda

Una vez osé hacerle una crítica de mierda a un escritor profesional porque escribía dos veces la expresión "de mierda" en una reseña literaria que se salía de los estereotipos literarios de mierda, en tanto eran precisamente esos "de mierda" los que le daban una frescura y un desparpajo que sólo he visto yo permitirse a este otro escritor y famoso columnista que se inventaba palabras y del que ahora mismo no recuerdo el nombre. Mi crítica iba en menos de 140 caracteres de mierda, y me dio pie para plantearle una colaboración literaria, de mierda también, que él rechazó elegantemente -supongo que haciendo caso de su instinto- con bellas palabras elegidas al azar, con las que terminaba concluyendo que la mierda, en definitiva, nos es absolutamente necesaria.
Y estuve de acuerdo.
Por ejemplo, está claro que tener un mal día no es comparable a tener un día de mierdaUn mal día lo tiene cualquiera, sí, pero tener un día de mierda es apoteósico, es dramáticamente excesivo, un día descomunal, una bestia parda de día. Cuando le dices a alguien que has tenido un día de mierda poco más hay que añadir al respecto, salvo que sea para matizar texturas y, si procede, el color.
Ni tampoco escuchar lo que opina fulano de mengano se parece lo más mínimo a tener que tragarse las opiniones de mierda del primer cabrón que se te cruza por la mañana en el portal, que además es que ni te interesan. Y llevar una vida de mierda  poco tiene que ver con vivir a secas: se te llena la boca de rencor, con la mierda, te comes todas las pollas de tu vida de golpe, y si consigues que la vibración simple de la punta de tu lengua en la zona alveolar sea bien, pero que bien larga, cuando dices "mierda", más lograrás transmitir al receptor lo patética que es tu vida en ese momento en que te la están peinando. 
Tenemos trabajos de mierda, con sueldos de mierda, algún verano hemos conseguido organizar unas vacaciones de mierda, incluso hay años enteros de mierda, casas, libros, sensaciones y amigos, todos de mierda. Agáchate que no veo una mierda, estoy con la mierda hasta el cuello, aquí no traigas tu mierda que bastante tengo con la mía, ese tío es un mierda, mucha mierda esta noche, comemierda, pisamierdas, me cago en mis mierdas (redundancia, para mi gusto), esta no se come hoy una mierda, me importa una mierda lo que tú digas, hoy nos cogemos una mierda y una mierda que te comas tú, cabrón.

La mierda está presente en nuestras vidas desde el primer meconio, y a partir de ahí, todo será una mierda. ¿Que habrá mierdas más bonitas que otras? ¿Que en algún momento nos parecerá que somos felices y podemos con todo? Ya vendrá alguno a restregarte la mierda por la cara, no te preocupes. O a decirte que la mierda flota y que te vayas por la sombra que la mierda al sol se seca, para rematar filosóficamente que el día que la mierda tenga algún valor, los pobres nacerán sin culo.







miércoles, 13 de agosto de 2014

Yo quiero follar contigo

Y medirte las cuencas de los ojos con el metro de mi lengua, trasteando con pestañas, de parranda. [Las pestañas son cada uno de los pelos que hay en los bordes de los párpados para la defensa de los ojos, y unas putas.Enroscar mis manos en tu espalda, por evitar los estragos de tu nuca, y preparar dos cafés con leche y ensaladilla rusa y las clases de mañana. Cogerte los apuntes de las mismas babas, asombrarte con un test de velocidad de descarga por sorpresa o catapultarte a la fama. Nosotras parimos, pero tú eliges, que para eso eres el tobogán de mi colegio.

Yo quiero follar contigo y amerizar en tu boca mientras das una calada a mi manzana. Y soportar la idea de lo efímero con mi mejor galope, el de domingos, ni se te ocurra proponerme abandonar tu cama antes de vísperas o nonas.Y si te lo digo a la cara nos toca el extra de verano y nos vamos a vivir a tu cisterna. Ahora que me acuerdo, escupirnos es como ducharnos juntos, pero sin jabón que arbitre nuestros juegos. Una vez te contaré aquel asunto en el que hice tanta espuma que me creyeron profesor de Historia Moderna [La Edad Moderna es el tercero de los periodos históricos en los que se divide tradicionalmente en Occidente la Historia Universal, y un tipo de droga muy apreciado por sus propiedades alucinógenas.]

Yo quiero follar contigo porque callas, y porque los gemidos los dejamos para las tostadas del día siguiente, cuando anochezca y tengamos que ir a darnos cuenta de lo solos que estamos. Y también porque no hablas, ni preguntas si he matriculado a mis venas en tu carne, o si he traído el escozor puesto. Y porque no dices nada si le pongo minifalda a nuestras ganas, somos sus padres y las vestimos como quiero. Fírmales las notas, vida mía, que se te note la potestas por debajo de la sábana, empinada, altiva, chorreante. [La soberbia es un sentimiento de valoración de uno mismo por encima de los demás, y una postura del kama sutra.]

Yo quiero follar contigo, y no se hable más de lo importante.




lunes, 9 de junio de 2014

Que si me gusta leer, pregunta el pavo

Por qué respiro. Por qué preparo macarrones con tomate. Por qué me cepillo los dientes durante dos minutos. Por qué abro los ojos por la mañana y tomo conciencia de mi cuerpo. Por qué me duele la herida rasposa de una felonía. Por qué puedo verme las venas de la mano o apretar un kiwi maduro hasta que se revienta entre mis dedos.

Leer es mi hábito alimenticio, la loba que amamanta a mi Rómulo. Y mi remo. El atracón de las fiestas, el menú del día, mi guiso.
Leer es mi postura, mi actitud, mi gesto de tres mil minutos de silencio.

Subir una colina nunca es tan fácil como cuando abro un libro, ni estampar una máquina de escribir en la cabeza de una loca. Atracar un banco es tan sencillo como abrir la nevera. Ponerle los cuernos a tu esposo, aminorar la marcha, abrir a machetazos una senda en la Amazonia, preparar veneno, pintarte los labios para besar al asesino, organizar una fiesta de aniversario a la que no asistirás, ocupar el parking del vecino, separar la paja del grano, ofrecer becerros en sacrificio, ver dos lunas en el cielo, hablar con los gatos, temblar por un viaje, morder a un perro, tener un hijo, perderte en los montes Apalaches, hacer el amor con Cleopatra.

Intenta explicarle a alguien que no lee que puedes hacer todo eso con un rapid eye movement.

Leer es mi barranquismo particular, mi servicio secreto. Por qué contratar una agencia de detectives cuando puedes descubrirlo por ti mismo. En la cama, mientras hierve el agua, en autobús o en metro, apoyá en el quicio de la mancebía, en enero o en Gandía, en sillón, en silla, en el trapecio, en un banco, sujetando una pared, sentada en el suelo de baldosas amarillas, recostada, en clara actitud de rebeldía, en un césped de piscina, en aquel momento en que cambió tu vida, dentro de los armarios roperos, en una balda, barandilla o repecho del camino, en los muretes del cementerio, en las cornisas, en las finas líneas que separan mi libertad de la  tuya, en los tableros de ajedrez gigantes, en la alfombra, en una playa mientras fantacocacola, en la espalda del amigo, en la escombrera.

Se me empotran las letras por el pecho, con lujuria. 
¿Dije pecho? Por los ojos, por las uñas, por el hueco intercostal del de la Biblia, por debajo de la lengua, en las rodillas. Mis pezones, la nariz, el resultado final de dividir entre dos todo mi vello, la profundidad de mi garganta, mis reflejos, la perfecta arruga de mi ceño. 
Si leer es una fiesta, por qué no emprender con una pyme de flyers.
Cuando leo muero. Muero y vivo. Se me acaba la hipoteca, la tontería, la tristeza, la vida. Empieza otra hipoteca, más tontería, otras tristezas, miles de vidas.
Leer es mi botón de inicio. Mi leer es mi botón de inicio. Mi chapuzón, mi zambullida. El libro es el "lo otro", el resto. Leer es mi inmersión, mi curso de buceo, mi alud, la hostia que te da tu madre cuando llegas tarde, la tabla del cuatro que recito, leer es quedarte un poco viuda.
Leo porque respiro.
Leo donde quiero.


Siento.

viernes, 6 de junio de 2014

Que no nos líen con las luces

Desde pequeño las había cumplido todas. Nunca un papel al suelo, el tono de voz adecuado, saludar al llegar y despedirse al marchar, las cosas se piden por favor, obedecer a los mayores... Las reglas formaban parte de su vida naturalmente, como el mirar.
Los problemas que pudo llegar a tener por este motivo, en sus primeros años de colegio, fueron insignificantes comparados con los que vendrían después. Los niños reconocen en sus iguales el duro ejercicio del aprendizaje y casi siempre lo respetan.
Su madre contribuyó a afianzar la instrucción con constantes muletillas, que le servían de recordatorio cuando su pensamiento infantil se alejaba de las cotas marcadas por los adultos.
A medida que avanzaba por los meandros de su formación académica, empezó a percibir la discordia lógica entre la rebeldía y la ortodoxia. Era tan tenue la línea que parecía separar la cortesía de la sumisión, que en alguna ocasión tuvo que dibujársela con trazo grueso en las narices al más chulo de la clase. Necesitaba cumplir las normas, pero no estaba dispuesto a tener que dar explicaciones a todos los insurrectos que se fueran cruzando en su camino.
Cumplir las normas para él era mantener el equilibrio de su vida, los carriles por los que transcurría el tren de su estabilidad. Algunas mujeres, en la adolescencia, habían intentado convertirlo en el díscolo del barrio que las hiciera sentir diferentes, pero salvo aquella que supo anteponer la evidencia a sus deseos, contándole antes de tiempo lo que tenían planeado hacer por la noche, el resto se sintieron tan decepcionadas como una rodaja de piña en una pizza marinera.
Se sentía a gusto cumpliendo el protocolo, satisfaciendo los plazos, formalizando la documentación que manejaba a diario. Era bueno en su trabajo y su manía de aparecer siempre con traje le había valido un mote del que no había querido ni enterarse. La gente es feliz etiquetando conductas. Entendía perfectamente a aquellos que odiaban su asombrosa capacidad para ceñirse a los formularios, resolver los expedientes en tiempo y forma, amaestrar certificados, fichar al entrar y salir y tardar treinta minutos exactos para la pausa de media mañana, llevar la información preparada en cada reunión semanal, y además, disfrutar con ello. Las estructuras mentales no están al alcance de cualquiera.
Por eso se sentía tan bien con lo que estaba haciendo. Transgredía sin transgredir. Sabía que estaba saltándose los límites sin saltárselos. Era la puta paradoja, la rebeldía dentro de la norma. No había nada más perfecto en la vida, y lo estaba saboreando a cada minuto que pasaba metido en su coche frente a aquel semáforo en rojo que llevaba estropeado ya casi nueve días.
Del desconcierto inicial que provocó su decisión de quedarse parado hasta que se pusiera en verde se habían sucedido varias fases entre los espectadores de su función, que habían ido pasando de la extrañeza a la confusión, de la novedad a la anécdota y finalmente, como si la noticia de que el niño había mordido al perro fuera algo con lo que se desayunaban todos los días, a la apuesta.
Tampoco quedaba ni rastro de los primeros conductores irritados que le gritaban insultos desde sus vehículos. Eran más los que ahora traían a sus hijos o a sus novias a contemplar el espectáculo del hombre "que ha decidido no cruzar el semáforo hasta que se ponga en verde". Los reporteros gráficos menudeaban por los alrededores sobre todo por las mañanas, y algunos le llevaban enormes vasos de papel rellenos de exóticos cafés que él aceptaba siempre con una sonrisa en la boca.

-¿Hasta cuándo piensa quedarse aquí?
-Hasta que la señal luminosa me dé paso.

Rebelarse no es fácil si no te ponen el pistolete en la bandeja.

Intentaba mantener el habitáculo lo más higiénico posible. Las cuestiones de evacuación y limpieza se las facilitaba el dueño del bar que daba justo a la acera. Había un vecino que se pasaba las horas muertas apostado en una ventana del edificio cercano, observándole con unos prismáticos. Algunas noches, cuando sus músculos se resentían por la falta de movimiento, y la contaminación lumínica y el ruido de la ciudad le impedían conciliar el sueño, podía verle asomado allí, escrutando la oscuridad, el francotirador que le encañonaba con la tenacidad y el insomnio como únicas armas, como si él estuviera en condiciones de ofrecerle un espectáculo interesante.
Los primeros días, tras haber manifestado su decisión a un agente de policía que le preguntó al respecto, los equipos de operarios municipales no dejaron de desfilar por el semáforo para arreglar una avería que aparentemente no tenía ninguna complicación. Peritos, técnicos, electricistas, el concejal de obras con su séquito, un equipo de estudiantes en prácticas y hasta dos albañiles que aseguraban que eso había ocurrido hacía años en otro distrito y que podía ser una maniobra de la oposición. El semáforo seguía en rojo, eso era innegable.

También desfilaron por la ventanilla de su coche innumerables personalidades para hacerle cambiar de opinión, pero hombre, cómo no va a poder usted seguir circulando si se trata de una avería, haga la vista gorda, no nos haga esto, podríamos denunciarle por entorpecimiento de la normalidad, es que no tiene mujer e hijos que le esperen en casa... Pero todos sabían que estaba cumpliendo las normas y no podían hacer nada contra él. 
A medida que pasaban los días iban acercándose a la ventanilla personas anónimas, que le preguntaban qué hacía allí, y terminaban pidiéndole consejo sobre tal o cual cuestión que les encogía el corazón en sus vidas cotidianas. En el barrio le llamaban el Papa-móvil.

La mañana del décimo día se despertó rodeado por una cinta policial plastificada y dos energúmenos que trabajaban para una contrata del ayuntamiento que impedían acercarse a nadie a menos de cinco metros de distancia de su coche. Cuando preguntó le informaron de que el alcalde había decidido actuar con firmeza si persistía en no deponer su actitud beligerante.
-¿Qué hay del semáforo?-preguntó. 
-Tienen que mandar unos latiguillos desde la Unión Europea y se prevé que tarden en llegar veinte días.

Así que la globalización era esperar unas piezas de Alemania, pensó sonriendo.

Murió deshidratado cuatro días después, justo cuando el semáforo se puso en verde. Y en el informe del forense que nadie llegó a firmar, se contempló la contumacia como posible causa de la muerte.

miércoles, 9 de abril de 2014

Pero qué mierda de análisis es este

El amor es un mercado, no me jodas. Un mercado con las paredes de los pasillos llenitas de carteles, como si fuera la antesala de un estudio de Tele5. Carteles con las fotos de los miles de candidatos que quieren poner un puesto y trapichear con el género. Licencias gratis, el rastro más grande del mundo. Vendedores selectos. Compradores con lenguas pulsativas.
De todo puedes encontrar en esta lonja: sonrisas, alegatos, rencor atocinado, mochilas que revientan de calcetines sucios, pollas depiladas, manipuladores, arcadas, soberbias dentelladas, complejos en salsa, lastres de globos aerostáticos... Y mariposas que saturan el aire. Vas caminando en busca de una oferta y se te llena la boca de mariposas, masticas mariposas hasta que se te forma una bola pastosa en la boca y cuando escupes resulta que lo que estabas comiendo era tu pulmón derecho. Un trozo de tu rosado pulmón derecho.

Mariposas, polillas, luciérnagas, candelillas, mariposas, mariposas que van llevando mensajitos dulces y utilizan nuestro estómago como si fuera un piano. 
Golfas. Por qué no ponéis una mercería, eh, golfas, en vez de jugar a los médicos con nuestras tripas. No, no, perdón, bailad, bailad por mi ombligo. Llenadme todo de cagarrutas de colores, aletead alrededor de mi tenducho, que vengan clientes a echar un vistazo a mi catálogo: "me encanta el deporte", "me gusta todo tipo de música", "me considero una persona leal y sincera", "tengo mi lado romántico y tierno", "cinéfilo", "busco ilusionarme de nuevo, te estoy buscando", "amante de la naturaleza", "buen cocinero y amigo", "quiero compartir la vida con alguien", "extrovertido, con sentido del humor", " me gusta el motociclismo y los deportes de motor en general", "soy buen conversador y en muchas ocasiones divertido", "la música que más me gusta es la instrumental y chill out", "respetuoso y educado", "me encanta viajar, hacer deporte, salir de tapas, una buena cena entre amigos, cenar con mi pareja"... 

De cada puesto se envían diariamente miles de millones de babas que adoptan diversas formas según su procedencia. Si quieres que te caigan en la cara no tienes nada más que adoptar una postura consecuente. Abre la boca, venga, que te caigan bien dentro, que te invite a tomar un café ese señor de babas tan preciosas. Déjate, mujer, no tengas miedo. Abrimos hasta tarde, el 7-eleven de nuestro pecho.
Pídete un licencia, es gratis. Rellena una hoja con tus datos, tus medidas, tus prejuicios, tus gustos y aficiones, defínete a ti mismo en la línea de puntos, asegúrate la venta.
Entrégamela aquí. En el mostrador este en que habéis convertido mi coño.

 

martes, 4 de marzo de 2014

Por el monte de Venus las sardinas...

Mira, estoy hasta el coño de los libros. 
Tan silenciosos, tan inactivos, sin musiquita ni hiperenlaces, sin posibilidad de encontrar una frase que te había gustado doscientas páginas atrás. Tan mosquitas muertas, sin hacer nunca un reproche, ofreciendo lo mejor de sí mismos sin pedir nada a cambio, tan falsos.
Con su formato anticuado, unas hojitas cosidas o pegadas y dos tapas de cartón. Interpretables, subjetivos, me pone de los nervios que cada uno pueda entender a su aire lo que dicen. Con ese color parduzco que van cogiendo según les pasan manos por encima, imperturbables, dejándose poner la manzana en la cabeza siempre que tengas ganas de fiesta. Con su olor a tinta vieja, caducado, vestigio de otras cavernas.
Qué asco, los libros, ocupando vacíos que podríamos llenar con preservativos y con babas, decorando paredes y sirviendo de peanas siempre que necesitas ponerte de rodillas para chuparle la polla a la vida. Invariablemente afables, amoldándose a tus estados de ánimo, qué náusea, sin roncar por las noches cuando descansan en la mesilla, sin agobiarte con sus abrazos, y evitando mostrar su decepción cuando los castigas con tu indiferencia. Confesores educados, silentes pizarras de escuela, humildes DJ's, amantes perfectos, qué hastío, por dios, sin criterio ni opinión, que no te juzgan así te estés muriendo de sopor, te follan por detrás sólo cuando te dejas, te hacen soñar, canalizan tus emociones sin pedirte 50€ al terminar la sesión, panaderos de las vísceras, trashumantes, qué empalago, virgen santa.


Hablad, pinchadme música, transmitidme un mensaje, una señal, una lección de vida, ¡algo!, ubicadme cuando me sienta perdida, ayudadme a desconectar de la rutina, provocadme cosas, joder. Llamadme desde la estantería, ponedme rojos los ojos, haced que sienta miedo, rabia, deseo. Acompañadme cuando más sola esté, ocupad mi maleta, contadme historias de amor que yo no vivo, causadme risas, bautizadme, que estoy hasta el coño de vuestras vidas muertas.
Que soy vuestra.

miércoles, 19 de febrero de 2014

Que traiga cola

La gente se agrupa tácitamente en una larga fila que nace de la boca de la taquilla. El cartel pegado con ventosas en la puerta acristalada del cine anuncia la venta de entradas a partir de las cinco y media. Tres adolescentes deciden acampar mientras esperan, y se sientan en el suelo a juguetear con sus teléfonos móviles, aportando frescura a la hilera. Detrás de ellos, una pareja de novios se besa. Ajenos a lo que ocurre a su alrededor, parecen construir entre sus bocas un coto de caza privado, dedicados con esmero a mirarse tierno, cuchicheando secretos de enamorados. La muchacha, de pelo corto y carialegre, aprovecha eficazmente ambos hombros de su hombre, apoyando la mejilla, espantando motas o dejando descansada, indolente, allí su mano. El galán, en una de esas, le sujeta la cintura mientras suelta a pasear una mirada inquieta que recorre rápidamente el parquecillo con fuente que queda a su derecha, la terraza llena de gente del bar que da al otro lado de la calle y su reloj de pulsera. Chirrían como dúo, ella tan joven que podría sentarse en el suelo  a merendar porros con los quinceañeros de delante, informal pero discreta, él cadente, atocinado, salvado del desastre por una buena mata de pelo entreverando canas y una chispa de alegría en los ojillos achinados que parecen flotar en dos suburbios arrugados.

A medida que transcurren los minutos se nutre la cola con algún cinéfilo solitario, otra pareja más prudente, y una familia entera. Aparece un grupo de amigas, cuatro con la última que se incorpora después de comprar una botella de agua en el quiosco del parque, de la que bebe pensativa mientras mira al resto de las chicas sonreír y gastar bromas. De piel blanca, melena lisa y piernas largas, participa por compromiso de la alegría de la amistad. Ojea aburrida su teléfono y echa un vistazo hacia las puertas del cine, que continúan cerradas. Al volver la vista a su sitio se fija inevitablemente en los novios, que siguen destilando monerías. Enfoca los ojos hacia ellos, acoplando el drama a su mirada, y reconoce un semblante; el cuello toma ventaja frente a los hombros, que se tensan. Se queda piedra, yerta, alza la mano hasta la boca y muerde lentamente sus nudillos en un gesto represor y tal vez tierno. El color se le ha ido -más si cabe- de la cara, la barbilla tiembla levemente y sus ojos, que antes eran registradores de la propiedad, ahora son charca. Las amigas siguen parloteando y sólo se percatan de la escena cuando la ven dirigirse lentamente hacia la entrada, como si quisiera colarse. Eso es lo que piensa el pelirrojo cuando la muchacha se sitúa delante de él, como un autómata, y golpea furiosa el omoplato del maduro seductor que les da la espalda mientras aprieta cariñoso la oreja desnuda de su amante. La pareja asustada se vuelve a mirar a la muchacha, que llorando, comienza a golpear al hombre, incansable, dejando caer los puños una y otra vez sobre su cara, en su pecho, en la barriga. Las fuerzas la abandonan justo antes de desplomarse, hipando, a los pies del carroza que de repente se encuentra en el suelo, abrazando a la chica, boqueando como un pez fuera del agua.
El pelirrojo, desdeñoso, traspasa la escena y comienza a avanzar con la fila hacia la taquilla, que ya vende boletos. La del pelo a lo garçon se queda estupefacta, confusa y aturdida. Sus brazos lánguidos acotando las caderas denotan las pocas ganas que tiene de inmiscuirse en la tragedia. El hombre que hasta hacía dos minutos parecía sólido tablón si ella hubiera sido náufrago, llora desmadejado junto a la espontánea que ha interrumpido su maravillosa cita semanal de enamorados. Del grupo de amigas que permanece silencioso alrededor, alguien saca el móvil del bolso y hace una foto que publicará en facebook con el título de “La Piedad invertida”. El destello del flash hace que la joven dolorosa que yace inerte en los brazos del hombre levante los ojos hacia el padre y rompa a llorar. La cola del cine ya no existe y, dentro y fuera, la película, acaba de empezar.

martes, 11 de febrero de 2014

Flashback de mierda

La mujer de su vida le acababa de comunicar que se iba para siempre y su cuerpo decidió llegar hasta la cocina y hacerse un café. El miedo es libre para invadirle a uno como quiera, y en ese momento no fue capaz siquiera de preguntarle por qué.
Acababan de levantarse como todos los sábados, para afrontar con una descuidada rutina el desayuno en la pastelería de la plaza, la compra semanal en el mercado y el vermú de grifo con cocacola del bar de la esquina. En cambio, lo único que recibió fue una bofetada en forma de epitafio: “ya lo tengo decidido, recojo mis cosas y me voy a casa de mi madre”.
 
Si el mundo se derrumbó a su alrededor no quiso firmar el recibí. Se sentó a la mesa que todavía conservaba algunas pistas de la última cena y sujetó sus manos apoyándolas con firmeza en ambas sienes. Los sonidos del edificio desperezándose llegaban amortiguados y fieles a su cita de los días no lectivos. En el dormitorio, ella abría cajones y guardaba ropa en las dos maletas que aún conservaba de cuando era soltera. La oía sollozar y recoger los escombros de cinco años en común, pero era incapaz de moverse de la silla. En algún piso empezó a sonar el bolero más triste de los Panchos y pensó que, como vedette, la casualidad no tenía precio. No le costó recordar que también sonaba un bolero la noche que la conoció, en la fiesta de disfraces de un amigo común. Ella tampoco iba disfrazada porque su sentido del ridículo le impedía deambular por una casa ajena con otra ropa que no fueran sus eternos vaqueros y un suéter ancho, le dijo. La fiesta fue el acontecimiento del verano y reunió a gente de lo más variopinta. Había bebida y comida distribuida estratégicamente por cualquier rincón imaginable, globos de colores que tapizaban los techos de todas las estancias y decenas de conversaciones empezando y terminando a la vez. Y un bolero de Olga Guillot comenzó a sonar mientras sonreían mirando cómo todo el mundo se emparejaba para bailar y ella se burlaba de la música de los “carrozas”. 
 
Pero cómo os puede gustar esta música, le dijo al oído, haciéndole cosquillas con su lacia melena y montando los puntos en la aguja que se le clavaba despacito por el pecho al sentirla tan cerca. Le quitó su cerveza y se bebió de un trago lo que quedaba, se acordó.
Las canciones tristes son puntiagudas, pensó mientras amontonaba migas formando corazones. Cuando empieza el amor son tan dulces como la jeringa del yonki, y cuando termina, más certeras que la puntilla del descabello. Sonrió por compromiso. Sentía que todo su cuerpo se aflojaba, le invadía la angustia propia del futuro inmediato. Hasta hacía media hora había creído que a ella también le gustaba ese cómodo sofá en el que se habían instalado hacía tiempo, sin novedades, sin sorpresas, el sofá de conocerse perfectamente, sabiendo que está todo controlado. Qué iba a hacer ahora con la reserva del viaje solidario que tenía ya pagada para el próximo verano. Qué haría de comida el domingo. A quién invitaría al estreno de la ópera la semana que viene.
Se preguntaba si quería ir hasta la habitación y averiguar motivos. Ella siempre le había echado en cara su frialdad, su incapacidad para demostrar los sentimientos más sencillos.
Cuando aquella noche lejana ganaron por unanimidad el premio al mejor disfraz,  la recordaba feliz como una niña, aplaudiendo divertida cuando dos coronas de papel brillante que alguien había fabricado terminaron en sus cabezas y ella, simulando reverencias y artísticos mohínes, convirtió en un reto personal el “que se besen” que todos los travestis coreaban en chistoso karaoke. Se le plantó delante y dijo: ¿tú te atreves?
Ahora no se atrevía ni a llorar. Estaba comprendiendo de golpe todo lo que no había querido ver últimamente: la mano esquiva al cruzar una calle, las llamadas no respondidas, las cada vez más frecuentes salidas de los jueves con sus amigas, los silencios incómodos durante las cenas. Si no eras feliz por qué no me lo dijiste, gritó hacia dentro.
Como si le hubiera adivinado el pensamiento, ella asomó la cabeza por la puerta de la cocina y preguntó, gimiendo, si podía ayudarla con los libros. Se quedó con la respuesta entre los labios, mientras recordaba cómo habían hablado de libros la primera noche en que coincidieron sus vidas, cuando le confesó que no le gustaba leer y ella, espantada, aseguraba que eso iba a cambiar, que no podía ser, mientras apuntaba en la cajetilla de tabaco el título del primer libro que tendría que ir a comprar al día siguiente si no quería que se presentase en su casa a organizarle un club de lectura particular. Leer le seguía pareciendo aburrido, aún era incapaz de concentrarse, le quemaban las hojas en las manos. Esa señal tenía que haber sido suficiente, se reprochó.
Se levantó de la silla y salió al balcón a fumar un cigarro. El cielo azul pitufo de esa mañana prometía cosas que no iba a poder cumplir y no quería ayudarla con los libros, no. Quería que todo volviera a ser como antes, que el suelo no tuviera zanjas y que ella dejara de hacer ruido y de recoger sus cremas en el baño. Quería ver de nuevo su cara ilusionada del principio, la que tenía cuando, mucho antes de acabar la fiesta, hacía cinco años -las cuentas no fallaban- le propuso resolver tanta máscara y disfraz tomando un gin tonic en su casa, a solas, sin miradas curiosas que cuchichearan a su paso. Quería volver a oír aquella risa, cuando empezó a golpear la copa con una cucharilla reclamando la atención de todo el mundo para anunciar que abandonaban la fiesta y que jamás los disfraces le habían parecido tan aparentes, para después bajar al trote las escaleras y terminar paseando sin rumbo por las calles de Madrid.

 
Oyó la puerta de la calle, estaría bajando una maleta, calculó. Aplastó la colilla en uno de los tiestos porque total ya daba igual que a ella no le gustara ese gesto. Si a partir de ese momento se podía comer las colillas de todos los cigarros que se fumara porque ella ya no iba a estar allí para echarle broncas. Empezó a sentir el famoso nudo en la garganta, intentó respirar más aire del habitual pero su caja torácica le negaba el drama necesario del momento. Alterarse nunca fue su fuerte.
Si me quedo a dormir en tu casa y me haces el desayuno por la mañana, ya no podrás deshacerte nunca de mí. Evocó aquella profecía veraniega y nocturna con el rictus del telonero que sabe que la función está a punto de acabar.
Salió hasta el vestíbulo para ver cómo ella remolcaba la segunda maleta hacia la puerta. Igual que el perro arrastra la cuerda que se ha soltado de la estaca, deshilachada a base de tirones, pero todavía formando parte de su cuello.
Se miraron. También se miraron la primera vez antes de entrar, en la misma puerta, hacía tanto tiempo. Ahora sólo veía sus ojos enrojecidos, más que por el llanto, por la furia del silencio. Ella era la que se iba pero la más abandonada.

-Si necesitas volver otro día a por más cosas no hay problema- le dijo, no sabía si por romper el hielo o para cerciorarse de que aún tenía lengua.

-Siempre tuviste voz de borracha los sábados por la mañana- contestó como escupiendo.

Salió atropelladamente de su vida y ella volvió a la cocina a prepararse otro café.


miércoles, 22 de enero de 2014

Equívocos 2

Estaba a punto de mandarlo todo a la mierda cuando el sonido de mi teléfono vino a sacarme las castañas del fuego.  El cliente se estaba poniendo chulito y no estaba dispuesta a rogar el auxilio de mi jefe por el capricho vengativo de un constructor que se creía el Ministro de Urbanismo. Tendría que conformarse con mis consejos profesionales para desplumar a la zorra de su próxima ex mujer. El ambiente del despacho estaba enrarecido y a mí estaba empezando a faltarme la paciencia, el aire y las ganas de seguir allí metida hablando de pensiones, denuncias y bienes gananciales.
Aprovechando una de sus peroratas miré con desgana el contenido del sms que acababa de recibir. Lo leí tres veces. La segunda, con los ojos muy abiertos. La tercera, con una sonrisa en la boca.
“Escríbete mi nombre en tu coño, princesa,
escríbete Jose y llévame ahí todo el día...”
Habituada como estaba a escuchar veredictos y condenas lo primero que me salió del alma fue juzgar a la persona que había escrito aquello, un hombre que reclamaba a una mujer semejante majadería sólo podía ser un crío, un inmaduro. Yo tenía ya cierta práctica en descubrir Peterpanes cuarentones que no estaban dispuestos a ceder ni un ápice de su independencia para compartir la vida con una mujer como yo, ávida de camisas blancas que planchar los domingos y ansiosa por tardar más de diez minutos en hacer la compra semanal.
Mientras oía a mi cliente hablar como en sordina, recordé los meses que llevaba sin tener una cita con un hombre. Respiré profundamente y tomé la decisión de obedecer el mandato que me había enviado un desconocido por error. Era lo más parecido a una aventura que tenía desde hacía quince días, cuando el vecino del segundo me pidió que le prestara unas bolsas de basura.  
Escogí el rotulador gordo más cercano, como si fuera una polvera, y alegando problemas femeninos,  salí del despacho. Entré en el servicio de minusválidos y aproveché su inmenso espejo para tatuarme casi con rabia un “Jose” justo encima de mi coño, donde siempre había espacio libre. Si me dio la risa no lo recuerdo. Con los vaqueros aún por los tobillos volví a leer de nuevo en la pantalla del móvil el encargo que no era mío, pero que había resuelto cumplir. Escuchar la orden en mi cabeza me provocaba escalofríos por el vientre y una vez recompuesta externamente, me atreví a escribir una pintada en la puerta: “Jose, soy toda tuya”.
Al volver, el gañán que hasta hacía diez minutos sólo me inspiraba rechazo, me pareció un pobre hombre y terminé de escuchar pacientemente sus maquiavélicos planes de futuro.
Cuando por fin me quedé sola realicé varias llamadas y aprovechando unos favores que todavía me debían, al final de la mañana conseguí averiguar la dirección y los apellidos de Jose. San Google hizo el resto. No estaba dispuesta a permitir que solamente fuera una pintada en un pubis anónimo. Sentía que la tinta negra que aguardaba paciente bajo mis bragas era como un marchamo que me había puesto Jose sin saberlo, estaba marcada, le pertenecía.
Cada vez me excitaba más la idea de encontrarme con él en una cama y gritarle al mundo “¡soy suya, soy suya!”. Si me tenían que volver a desvirgar, quién mejor que él que, sin querer, formaba ya parte de mi vida.
Pero Jose era de otra. Había otra princesa que le había robado el corazón, o por lo menos, la polla. Así que mi tarea era dura, y tendría que alargarse el tiempo que fuera necesario para conseguir que aquel desconocido fuera aguijoneado por la curiosidad, primero, y por el deseo después.
Durante los siguientes días me dediqué a dibujarme un “Jose” distinto cada mañana, con diferentes colores, con distintas poses, y terminaba siempre haciéndome una foto que enviaba sin más a la dirección que ya me sabía de memoria, con la esperanza de que su destinatario fuera uno de esos deseables maduros que yo tanto había llegado a despreciar. Vestirme para él se convirtió en el ritual que inauguraba mis días.
Ignoraba si los sobres con mis graffitis llegaban al destinatario correcto, pero el simple hecho caligráfico me llenaba de emoción más que cualquier otra cosa. Me sentía viva.
Hubo un momento, en mi locura, en que dudé si lo que realmente quería era encontrarme con Jose alguna tarde, en un hotel a medio camino entre su ciudad y la mía, o si lo más excitante era todo el proceso previo a meter la carta en el buzón de Correos. Sabía la respuesta, pero las noches eran un suplicio, me consumía el deseo, me imaginaba escenas tórridas con un apuesto maromo que me escribía su nombre por la espalda, por los brazos, por los tobillos. Una mañana me metí en una página web que contenía miles de tipos de fuentes, para encontrar nuevos modelos y que mi arte no cayera en la rutina. Empecé a frecuentar las tiendas de lencería y de repente el cajón de mi ropa interior se llenó de glamour, sustituyendo el algodón blanco con dibujos de perretes por blondas y puntillas. Llevaba siempre un rotulador en el bolso para repasar las letras a media tarde, cuando el trajín del día me dejaba el coño con un borrón de tinta ilegible, vaporoso, donde sólo un Atreyu veterano hubiera podido intuir el nombre de mi Fantasía.
Dos meses después decidí dar el paso y llamé al número de Jose. Todo fue mucho más fácil de lo que yo había llegado a imaginar. Hablamos una tarde y, con asombro, me contó lo que le había sorprendido empezar a recibir todas esas fotos, sin explicación alguna, y cómo había llegado a excitarse pensando en mí. Me confesó que cada día esperaba ansioso la llegada a casa para recoger el sobre con mi foto. Que me había imaginado en mil posturas y que estaba deseando encontrarse conmigo.
Convenimos la fecha y el lugar para conocernos. Le pedí que no volviéramos a hablar hasta entonces y yo seguí realizando puntualmente mis envíos.
Cuando le tuve delante supe que aquel no era mi Jose. Me pareció un hombre mediocre incapaz de hacer brotar ni un solo gemido de mi boca. A él le pasó lo mismo y nos despedimos sabiendo ambos que la química es de esas putas que no aceptan chulos que les cubran las espaldas.
Incapaz de resignarme a la derrota, aquella misma noche entre en un chat de citas y escribí: "¿algún Jose en la sala?". Tenía que amortizar muchas bragas nuevas.

miércoles, 15 de enero de 2014

Equívocos

No tengo reloj despertador. La campanada de salida la da la Hassium-alarm de mi teléfono móvil de nueva generación y somos compañeras. Pero tampoco tengo nórdico, así que no es un dato relevante. Todos los días me cuesta cinco minutos salir de la cama, aceptar que en la niebla lechosa de los sueños no hay café y además, hoy, que tengo que estar a las nueve en punto en el despacho para atender al cliente más importante del bufete, un constructor por el que la crisis no ha hecho mella, que está separándose de su mujer. Entro en la ducha como el que va al matadero, pero el primer golpe de calor me devuelve la energía, las ganas de vivir, de comerme el mundo. Qué mentira, todo. Me aburre mi trabajo, las semanas se me hacen eternas y la rutina es mi mejor amiga. El gimnasio es mi segunda casa y he empezado a ver tutoriales de knitting. Soy la Bridges Jones de mi escalera, menos mal que aún conservo las piernas firmes y el culo en alto. Operarme las tetas tampoco fue tan mala idea, mamá. Pero los hombres me aburren, son tan previsibles, tan primarios, tan básicos. Estoy deseando encontrar al sensible, al apasionado, al original, al divertido. Qué mentira todo, otra vez, joder. Ya no sé ni lo que quiero.

Todo esto pienso mientras desayuno de pie un colacao con magdalenas, que es la mejor opción siempre que no se levante nadie contigo para verlo.
Mi teléfono emite el sonido de notificación y miro recelosa la pantalla. Un sms a estas horas, qué raro…

“Escríbete mi nombre en tu coño, Calabacita,
escríbete Jose y llévame ahí todo el día...”

Qué gracioso... Menudo mensaje. Desde luego, cuánto depravado hay suelto. Jose...
Menos mal que no se llama Sebastián o Miguel Ángel... Un nombre tan largo no cabe en un coño. Y la mujer a la que fuera dirigida esa petición… Igual le hacía caso y se rotulaba el nombre… Se querrán, claro, o por lo menos se desean… Vaya ocurrencias… Si es que hay gente para todo…

Al ponerme el sujetador se paseó el primer chispazo por mi mente, fugaz, escueto como un eructo, huidizo, pero no quise ni mirarlo. Ya tenía el tanga puesto y estaba embadurnando de crema mis piernas cuando dije “Por qué no”. Era una locura pero nadie tendría por qué saberlo nunca. Y estas cosas, o se hacen por error, o sólo existen en las novelas eróticas.
Cogí un rotulador negro y me coloqué frente al espejo con las bragas por los tobillos. Me pareció muy sexy la imagen que me devolvía el azogue y sonriendo escribí JOSE sobre mi pubis, justo en el espacio que quedaba libre entre el inicio de la cascada de mis labios y el diminuto parterre de vello púbico con formas geométricas que me gustaba lucir encima.
Ahí estaba yo, la prestigiosa abogada a la que todos creían conocer, exhibiendo en su sexo el nombre en negrita de un desconocido que le había mandado una orden por error. Me pareció divertido y terminé de vestirme. Al salir de casa me sentía sensual, voluptuosa. Llevaba el nombre de un hombre entre las piernas y parecía que los vaqueros me sentaban mejor que de costumbre. La tinta negra  era como una araña que cosquilleaba mi entrepierna, añadiendo un plus de calidad a la vida, y me hacía sonreír tontamente al constructor, que esa mañana me parecía más atractivo que nunca.
Durante la comida me imaginé que Jose era un apuesto moreno de piel dorada, con las manos fuertes de los que mandan sms imperativos y el cosquilleo de mi sexo aumentaba por momentos. Estuve todo el día contrayendo mi suelo pélvico y apretando las piernas cada vez que recordaba que, sin ser grafitera, llevaba una pintada en el coño. Me excitaba.

Pasé toda la tarde en un estado placentero de erotismo, los papeles se movían por mi escritorio sin convicción y el teléfono sonaba sin parar, pero aún así, acabé de rematar el caso del joyero cornudo. Sobre las ocho decidí dar por finalizada la jornada, y rechacé la propuesta de mi jefe para ir a tomar algo con los del bufete vecino. No me apetecía seguir hablando de pensiones ni demandas, quería estar sola, deleitarme en mi aventur
a. Quería saber si todavía estaba Jose sobre mi sexo, si había aguantado los vaivenes de mis piernas, el roce de mi tanga, mis movidas. Quería volver a casa. Quería estar con Jose. Con mi Jose. Cualquier Jose que me borrara a lametazos su letrero. Todavía me entretuve un rato y a punto estuve de ceder a la tentación de compartir pancarta con el responsable de Fiscal que me hacía ojitos desde que se incorporó al despacho, hacía ya dos meses. Pero luego pensé que tampoco era cuestión de estropearlo todo por un calentón mal gestionado y fui directamente hasta mi coche.
Lo primero que hice cuando llegué a casa fue preguntarle al espejito de mi habitación quién era la más guapa de ese mobiliario urbano en que se había convertido mi pubis esa mañana. Allí seguía la inscripción, un poco borrosa. Todavía se leía debajo del encaje negro de la cota de malla que eran a veces mis bragas. Me sentía hermosa, cada vez más excitada. Puse unas cuantas posturas sexys como había visto hacer tantas veces a muchas mujeres. Como me dictaba mi instinto. Disparé varias fotos, descartando las borrosas, las de ángulo imposible y los planos cortos que profundizaban excesivamente en el detalle.
Jose me latía en el coño. Llevaba todo el día palpitando en mi piel, tañendo mi campana, aleteando en mi tejado como una golondrina haciendo prospecciones para el nido, pulsando mis teclas negras, acariciando mis blondas con esmero. Jose llevaba todo el día masturbándome despacio.
Me tumbé en la cama y, algo nerviosa, marqué el número desconocido que hacía doce horas había rasgueado la guitarra de mis caderas.