Desde
pequeño las había cumplido todas. Nunca un papel al suelo, el tono de voz
adecuado, saludar al llegar y despedirse al marchar, las cosas se piden por
favor, obedecer a los mayores... Las reglas formaban parte de su vida
naturalmente, como el mirar.
Los
problemas que pudo llegar a tener por este motivo, en sus primeros años de
colegio, fueron insignificantes comparados con los que vendrían después. Los
niños reconocen en sus iguales el duro ejercicio del aprendizaje y casi siempre
lo respetan.
Su
madre contribuyó a afianzar la instrucción con constantes muletillas, que
le servían de recordatorio cuando su pensamiento infantil se alejaba de las
cotas marcadas por los adultos.
A
medida que avanzaba por los meandros de su formación académica, empezó a
percibir la discordia lógica entre la rebeldía y la ortodoxia. Era tan tenue la
línea que parecía separar la cortesía de la sumisión, que en alguna ocasión
tuvo que dibujársela con trazo grueso en las narices al más chulo de la clase. Necesitaba
cumplir las normas, pero no estaba dispuesto a tener que dar explicaciones a
todos los insurrectos que se fueran cruzando en su camino.
Cumplir
las normas para él era mantener el equilibrio de su vida, los carriles por los
que transcurría el tren de su estabilidad. Algunas mujeres, en la adolescencia,
habían intentado convertirlo en el díscolo del barrio que las hiciera sentir
diferentes, pero salvo aquella que supo anteponer la evidencia a sus deseos,
contándole antes de tiempo lo que tenían planeado hacer por la noche, el resto
se sintieron tan decepcionadas como una rodaja de piña en una pizza marinera.
Se
sentía a gusto cumpliendo el protocolo, satisfaciendo los plazos, formalizando
la documentación que manejaba a diario. Era bueno en su trabajo y su manía de aparecer
siempre con traje le había valido un mote del que no había querido ni
enterarse. La gente es feliz etiquetando conductas. Entendía perfectamente a
aquellos que odiaban su asombrosa capacidad para ceñirse a los formularios,
resolver los expedientes en tiempo y forma, amaestrar certificados, fichar al
entrar y salir y tardar treinta minutos exactos para la pausa de media mañana,
llevar la información preparada en cada reunión semanal, y además, disfrutar
con ello. Las estructuras mentales no están al alcance de cualquiera.
Por
eso se sentía tan bien con lo que estaba haciendo. Transgredía sin transgredir.
Sabía que estaba saltándose los límites sin saltárselos. Era la puta paradoja,
la rebeldía dentro de la norma. No había nada más perfecto en la vida, y lo
estaba saboreando a cada minuto que pasaba metido en su coche frente a aquel
semáforo en rojo que llevaba estropeado ya casi nueve días.
Del
desconcierto inicial que provocó su decisión de quedarse parado hasta que se
pusiera en verde se habían sucedido varias fases entre los espectadores de su
función, que habían ido pasando de la extrañeza a la confusión, de la novedad a
la anécdota y finalmente, como si la noticia de que el niño había mordido al
perro fuera algo con lo que se desayunaban todos los días, a la apuesta.
Tampoco
quedaba ni rastro de los primeros conductores irritados que le gritaban
insultos desde sus vehículos. Eran más los que ahora traían a sus hijos o a sus
novias a contemplar el espectáculo del hombre "que ha decidido no cruzar el
semáforo hasta que se ponga en verde". Los reporteros gráficos menudeaban
por los alrededores sobre todo por las mañanas, y algunos le llevaban enormes
vasos de papel rellenos de exóticos cafés que él aceptaba siempre con una
sonrisa en la boca.
-¿Hasta
cuándo piensa quedarse aquí?
-Hasta
que la señal luminosa me dé paso.
Rebelarse
no es fácil si no te ponen el pistolete en la bandeja.
Intentaba
mantener el habitáculo lo más higiénico posible. Las cuestiones de evacuación y
limpieza se las facilitaba el dueño del bar que daba justo a la acera. Había un
vecino que se pasaba las horas muertas apostado en una ventana del edificio
cercano, observándole con unos prismáticos. Algunas noches, cuando sus músculos
se resentían por la falta de movimiento, y la contaminación lumínica y el ruido
de la ciudad le impedían conciliar el sueño, podía verle asomado allí,
escrutando la oscuridad, el francotirador que le encañonaba con la tenacidad y
el insomnio como únicas armas, como si él estuviera en condiciones de ofrecerle
un espectáculo interesante.
Los
primeros días, tras haber manifestado su decisión a un agente de policía que le
preguntó al respecto, los equipos de operarios municipales no dejaron de
desfilar por el semáforo para arreglar una avería que aparentemente no tenía
ninguna complicación. Peritos, técnicos, electricistas, el concejal de obras
con su séquito, un equipo de estudiantes en prácticas y hasta dos albañiles que
aseguraban que eso había ocurrido hacía años en otro distrito y que podía ser
una maniobra de la oposición. El semáforo seguía en rojo, eso era innegable.
También
desfilaron por la ventanilla de su coche innumerables personalidades para
hacerle cambiar de opinión, pero hombre, cómo no va a poder usted seguir
circulando si se trata de una avería, haga la vista gorda, no nos haga esto,
podríamos denunciarle por entorpecimiento de la normalidad, es que no tiene
mujer e hijos que le esperen en casa... Pero todos sabían que estaba cumpliendo
las normas y no podían hacer nada contra él.
A
medida que pasaban los días iban acercándose a la ventanilla personas anónimas,
que le preguntaban qué hacía allí, y terminaban pidiéndole consejo sobre tal o
cual cuestión que les encogía el corazón en sus vidas cotidianas. En el barrio
le llamaban el Papa-móvil.
La
mañana del décimo día se despertó rodeado por una cinta policial plastificada y
dos energúmenos que trabajaban para una contrata del ayuntamiento que impedían
acercarse a nadie a menos de cinco metros de distancia de su coche. Cuando
preguntó le informaron de que el alcalde había decidido actuar con firmeza si
persistía en no deponer su actitud beligerante.
-¿Qué
hay del semáforo?-preguntó.
-Tienen
que mandar unos latiguillos desde la Unión Europea y se prevé que tarden en
llegar veinte días.
Así
que la globalización era esperar unas piezas de Alemania, pensó sonriendo.
Murió
deshidratado cuatro días después, justo cuando el semáforo se puso en verde. Y en
el informe del forense que nadie llegó a firmar, se contempló la contumacia como
posible causa de la muerte.
Me cago en la leche.
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