La mujer de su vida le acababa de
comunicar que se iba para siempre y su cuerpo decidió llegar hasta la cocina y
hacerse un café. El miedo es libre para invadirle a uno como quiera, y en ese
momento no fue capaz siquiera de preguntarle por qué.
Acababan de levantarse como todos los
sábados, para afrontar con una descuidada rutina el desayuno en la pastelería
de la plaza, la compra semanal en el mercado y el vermú de grifo con cocacola
del bar de la esquina. En cambio, lo único que recibió fue una bofetada en
forma de epitafio: “ya lo tengo decidido, recojo mis cosas y me voy a casa de
mi madre”.
Si el mundo se derrumbó a su alrededor no
quiso firmar el recibí. Se sentó a la mesa que todavía conservaba algunas
pistas de la última cena y sujetó sus manos apoyándolas con firmeza en ambas
sienes. Los sonidos del edificio desperezándose llegaban amortiguados y fieles
a su cita de los días no lectivos. En el dormitorio, ella abría cajones y
guardaba ropa en las dos maletas que aún conservaba de cuando era soltera. La
oía sollozar y recoger los escombros de cinco años en común, pero era incapaz
de moverse de la silla. En algún piso empezó a sonar el bolero más triste de
los Panchos y pensó que, como vedette, la casualidad no tenía precio. No le
costó recordar que también sonaba un bolero la noche que la conoció, en la
fiesta de disfraces de un amigo común. Ella tampoco iba disfrazada porque su
sentido del ridículo le impedía deambular por una casa ajena con otra ropa que no fueran sus eternos vaqueros y un suéter ancho, le dijo. La
fiesta fue el acontecimiento del verano y reunió a gente de lo más variopinta.
Había bebida y comida distribuida estratégicamente por cualquier rincón imaginable, globos de colores que tapizaban los techos de todas las estancias
y decenas de conversaciones empezando y terminando a la vez. Y un bolero de
Olga Guillot comenzó a sonar mientras sonreían mirando cómo todo el mundo se
emparejaba para bailar y ella se burlaba de la música de los “carrozas”.
Pero
cómo os puede gustar esta música, le dijo al oído, haciéndole cosquillas con su
lacia melena y montando los puntos en la aguja que se le clavaba despacito por
el pecho al sentirla tan cerca. Le quitó su cerveza y se bebió de un trago lo
que quedaba, se acordó.
Las canciones tristes son puntiagudas,
pensó mientras amontonaba migas formando corazones. Cuando empieza el amor son
tan dulces como la jeringa del yonki, y cuando termina, más certeras que la
puntilla del descabello. Sonrió por compromiso. Sentía que todo su cuerpo se
aflojaba, le invadía la angustia propia del futuro inmediato. Hasta hacía media hora había creído que a ella también le gustaba ese cómodo sofá en el que se
habían instalado hacía tiempo, sin novedades, sin sorpresas, el sofá de
conocerse perfectamente, sabiendo que está todo controlado. Qué iba a hacer
ahora con la reserva del viaje solidario que tenía ya pagada para el próximo
verano. Qué haría de comida el domingo. A quién invitaría al estreno de la
ópera la semana que viene.
Se preguntaba si quería ir hasta la
habitación y averiguar motivos. Ella siempre le había echado en cara su
frialdad, su incapacidad para demostrar los sentimientos más sencillos.
Cuando aquella noche lejana ganaron por
unanimidad el premio al mejor disfraz, la recordaba feliz como una niña,
aplaudiendo divertida cuando dos coronas de papel brillante que alguien había
fabricado terminaron en sus cabezas y ella, simulando reverencias y artísticos
mohínes, convirtió en un reto personal el “que se besen” que todos los travestis coreaban en chistoso karaoke. Se le plantó delante y dijo: ¿tú te atreves?
Ahora no se atrevía ni a llorar. Estaba
comprendiendo de golpe todo lo que no había querido ver últimamente: la mano esquiva al cruzar una calle, las llamadas no respondidas, las cada vez más
frecuentes salidas de los jueves con sus amigas, los silencios incómodos
durante las cenas. Si no eras feliz por qué no me lo dijiste, gritó hacia dentro.
Como si le hubiera adivinado el
pensamiento, ella asomó la cabeza por la puerta de la cocina y preguntó,
gimiendo, si podía ayudarla con los libros. Se quedó con la respuesta entre los
labios, mientras recordaba cómo habían hablado de libros la primera noche en
que coincidieron sus vidas, cuando le confesó que no le gustaba leer y ella,
espantada, aseguraba que eso iba a cambiar, que no podía ser, mientras apuntaba
en la cajetilla de tabaco el título del primer libro que tendría que ir a
comprar al día siguiente si no quería que se presentase en su casa a
organizarle un club de lectura particular. Leer le seguía pareciendo aburrido,
aún era incapaz de concentrarse, le quemaban las hojas en las manos. Esa señal
tenía que haber sido suficiente, se reprochó.
Se levantó de la silla y salió al balcón a
fumar un cigarro. El cielo azul pitufo de esa mañana prometía cosas que no iba
a poder cumplir y no quería ayudarla con los libros, no. Quería que todo
volviera a ser como antes, que el suelo no tuviera zanjas y que ella dejara de
hacer ruido y de recoger sus cremas en el baño. Quería ver de nuevo su cara
ilusionada del principio, la que tenía cuando, mucho antes de acabar la fiesta,
hacía cinco años -las cuentas no fallaban- le propuso resolver tanta máscara y
disfraz tomando un gin tonic en su casa, a solas, sin miradas curiosas que
cuchichearan a su paso. Quería volver a oír aquella risa, cuando empezó a
golpear la copa con una cucharilla reclamando la atención de todo el mundo para
anunciar que abandonaban la fiesta y que jamás los disfraces le habían parecido
tan aparentes, para después bajar al trote las escaleras y terminar paseando
sin rumbo por las calles de Madrid.
Oyó la puerta de la calle, estaría
bajando una maleta, calculó. Aplastó la colilla en uno de los tiestos porque
total ya daba igual que a ella no le gustara ese gesto. Si a partir de ese
momento se podía comer las colillas de todos los cigarros que se fumara porque
ella ya no iba a estar allí para echarle broncas. Empezó a sentir el famoso
nudo en la garganta, intentó respirar más aire del habitual pero su caja torácica
le negaba el drama necesario del momento. Alterarse nunca fue su fuerte.
Si me quedo a dormir en tu casa y me haces
el desayuno por la mañana, ya no podrás deshacerte nunca de mí. Evocó aquella
profecía veraniega y nocturna con el rictus del telonero que sabe que la
función está a punto de acabar.
Salió hasta el vestíbulo para ver cómo
ella remolcaba la segunda maleta hacia la puerta. Igual que el perro arrastra la
cuerda que se ha soltado de la estaca, deshilachada a base de tirones, pero
todavía formando parte de su cuello.
Se miraron. También se miraron la primera
vez antes de entrar, en la misma puerta, hacía tanto tiempo. Ahora sólo veía sus ojos enrojecidos, más que por el llanto, por la
furia del silencio. Ella era la que se iba pero la más abandonada.
-Si necesitas volver otro día a por más
cosas no hay problema- le dijo, no sabía si por romper el hielo o para cerciorarse de
que aún tenía lengua.
-Siempre tuviste voz de borracha los
sábados por la mañana- contestó como escupiendo.
Salió atropelladamente de su vida y ella
volvió a la cocina a prepararse otro café.
Menos mal que siempre hay alguien a quien enseñarle a atarse los cordones, los del destino aciago se entiende.
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