Me subo el largo de la falda y me instalo detrás de la gasolinera, siempre que la decadencia así lo aconseja.

domingo, 13 de diciembre de 2020

Los retorcidos

La tradición familiar se remontaba a los muchos años anteriores que le conferían tal condición, y yo la recordaba desde que tenía uso de razón. Cada veinte de diciembre, un grupo de mujeres, entre las que me encontraba, se reunían en la cocina de casa para hornear los deliciosos bollos que nos acompañaban durante todas las fiestas, en el postre, en el café de media tarde, cuando venía alguna visita, porque sí, cortejando al último vaso de leche antes de acostarse, el día de Reyes… 

Los retorcidos de navidad.

Mi madre ejercía de maestra de ceremonias en aquella orquestada cita que tan vivamente se grabó en mis recuerdos infantiles. Le encantaba ejercer de capitana, pues siempre gustó de mangonear a cuantos la rodeaban, derramando sobre nosotros todo su poder de manipulación, del que pocos escapaban. Ese día del año hasta parecía engordar un par de kilos, el orgullo y el poder la hinchaban entera.

El ritual comenzaba siempre un poco antes, cuando empezaba a reunir los ingredientes necesarios y los acumulaba, ostentosos, sobre un ala de la encimera marmórea, para ir convocando con el sentido de la vista a sus primos-hermanos, el olfato y el gusto.

Ese día además, doblegando con algún esfuerzo su perpetua severidad, y como las vacaciones de navidad estaban a la vuelta de la esquina, me permitía faltar al colegio y disfrutar del proceso como si de la fiesta mayor del pueblo se tratase.

Cuando la abuela Lala y yo nos despertábamos, ya llevaba amasados un par de kilos de harina, mezclando con ella azúcar, huevos, vino rancio, anís estrellado y un buen chorro de aguardiente. La veíamos sudar, mientras desayunábamos. Con la habilidad que da la constancia, hacía crecer la masa, pegajosa primero y compacta a medida que sus poderosas manos ligaban la mezcla, hasta conseguir un enorme conglomerado de color crema, suave y esponjoso, que ya desde esa temprana fase despedía un ligero aroma dulzón y anisado. A pesar del esfuerzo que conllevaba esta tarea, no consentía ayuda de nadie, ni siquiera de la abuela Lala, quien asistía impasible al despliegue de energía de su hija, pues hacía tiempo había descubierto que la mejor táctica era ceder y observar sin hablar demasiado. Mi madre no podía renunciar a la opción de pavonearse ante las demás de la hazaña solitaria que suponía preparar esa ingente cantidad de masa, necesaria para luego repartir retorcidos entre las casas de las participantes. Las tradiciones se perpetúan precisamente por la repetición inmutable de sus actos, y mi madre se encargó durante años de hacer cumplir esa norma que ella misma había impuesto tácita y unilateralmente.

Hacia el mediodía, el monstruo amarillo reposaba ya bajo los trapos húmedos, mientras comíamos, deprisa, aturulladas, porque enseguida empezaban a llegar las demás. Tía Mónica era siempre la primera, y traía consigo el remolino de su alegría, de la risa franca y acristalada que practicaba sin complejos. Mi madre la envidiaba en silencio, porque veía en su hermana la libertad que ella no podía tener: un marido moderno, un trabajo fuera de casa, sin hijos que atender, sin obligaciones impuestas. Pero ante ella siempre fingía una concordia que muchos años después, Tía Mónica confesaría que, de siempre, sintió forzada. Las amigas de mi madre llegaban al momento, y mi prima Angelita aparecía la última, con la siesta tatuada aún en la cara.

Las tareas las asignaba mi madre, por supuesto, y todas accedían con alegría a seguir sus órdenes mientras se enfundaban los mandiles que traía cada una. Mientras el aceite se calentaba en la enorme sartén de hierro renegrida, la cocina se llenaba de alboroto, carcajadas y voces. Como si de un ejército se tratara, aquellas mujeres organizaban una cadena de trabajo de forma natural, sin estridencias. Limpiar las cañas que servían para freír los retorcidos, llenar una fuente de azúcar blanquísima, pelar las naranjas que servirían para aromatizar el aceite, organizar recipientes y cajas para hacer el reparto… Tía Mónica se dedicaba mientras tanto a besar sonoramente a la abuela Lala, que sonreía en silencio. Mi madre la arengaba siempre con la misma frase, venga, por favor, que hay mucha masa que freír y nos van a dar las uvas. 

Cuando todo estaba organizado mi madre me arrimaba un taburete a la encimera y me iba dando pequeñas porciones de masa que le arrancaba al monstruo con pellizcos rápidos. Estirábamos enérgicamente la bola entre las manos para formar una serpiente flácida, larga, que se replegaba ligeramente antes de enroscarla en el canuto de madera que servía de sostén y confería a los bollos su característica forma. Cuando salían del aceite, ya dorados, mi prima Angelita embadurnaba cada retorcido con azúcar, soltando sin parar grititos enfurruñado, lloriqueando por sus dedos ardientes. Había que tener mucho cuidado porque alguna caña traicionera podía esconder en su interior algo del líquido caliente y la quemadura estaba asegurada, le repetía mi madre con magisterio. El aroma de los bollos comenzaba a inundar el ambiente tras las primeras fritadas, convirtiendo la cocina en obrador que desparramaba sus efluvios lentamente por el barrio.

Siempre recuerdo los retorcidos de navidad como un acontecimiento alegre, divertido. Un evento que creaba una atmósfera mágica como anticipo de las fiestas, enmarcada por los villancicos de la radio, por el gris acerado de la tarde lánguida que se percibía a través del ventanal de la cocina, por la hermandad femenina… 

Cierto año, siendo yo una moza que se empezaba a percatar de lo que acontecía en el entorno, sucedió que ese 20 de diciembre terminaría para siempre la tradición de los retorcidos tal y como la conocíamos. Las mujeres hablaban, mientras parían bollos sin parar, de una tal Julia Ibars, la primera mujer en España que se había divorciado, meses antes, y todas criticaban, cada una a su estilo, a esta desconocida que, para la mayoría, era una desvergonzada. Tía Mónica permanecía en silencio, haciéndole los coros a la abuela Lala, que aquella tarde, quizá movida por su instinto, se amistó con la botella de anís y trajinaba, a pequeños tragos, un vasito tras otro del dulce licor.

-Pues a mí me parece muy valiente- dijo tía Mónica mientras enroscaba una larga culebra de masa en el canuto negruzco y requemado.

El jolgorio cesó de repente y mi madre la miró con rabia, como si en aquella frase se condensaran todos sus miedos, y comenzó entre ellas un combate dialéctico que iba subiendo de tono a medida que las demás se posicionaban en el bando de los partidarios de la moral católica, donde estaban la mayoría de las mujeres de esa época. Tía Mónica estaba bien sola cuando anunció que también ella se iba a divorciar, que ya había comenzado los trámites con una abogada recomendada por alguien de su trabajo. La abuela Lala sonreía en silencio entre trago y trago, y fue tal su satisfacción solitaria, que por la noche tuvieron que avisar al médico para que le diagnosticara, con sorna, una buena cogorza navideña. A mi madre le dio una de sus famosas lipotimias, en esa ocasión de las buenas, y por una vez en su vida tuvo que ceder el mando a las demás mujeres, que terminaron de freír la masa entre apesadumbradas y expectantes. Los retorcidos de ese año fueron menos dulces que otras hornadas, y las citas posteriores nunca tuvieron ya la misma condición festiva que antaño. Tía Mónica se divorció al año siguiente, con la opinión de la familia en contra, sin encontrar más apoyo que el de la abuela Lala, que desde entonces y hasta el fin de sus días no volvió a catar el anís, y esbozaba una sonrisilla burlona cada vez que salía el tema de su hija la díscola.

 

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