Me subo el largo de la falda y me instalo detrás de la gasolinera, siempre que la decadencia así lo aconseja.

martes, 9 de abril de 2013

Picnic de interior.



Siempre se cruzaban en el portal, con tanta prisa, que serían incapaces de reconocerse en las redadas en que coincidían dos veces por semana.


(A Él) Ella le parece hermosa, huracán, la perfecta domadora, que si fresca, que si estruendosa bajando por el canalón cornisa cuando llega tarde... Vivaracha y decidida, con la melena leonina y unos dientes perfectos para morder manzanas asadas. Demasiado risueña, para su gusto.

(A Ella) Él le parece desteñido, como sin fuelle, excesivamente tímido, de ojos bonitos pero tristes, con poca sangre en las venas coronarias, sencillo y prescindible, el perfecto amigo al que le cuentas sin tapujos que te estás tirando a otro. Demasiado gris, para su gusto.


Ilustración de: @aborigendesalon
-Hagamos un picnic- le dijo él una mañana; se sentía actor.

-A las dos de la madrugada, en el portal- contestó ella, con más guasa que inocencia.


El día transcurrió templando gaitas y al caer la noche ambos dudaban de que su cita consiguiera mantenerse en pie por más tiempo.


Él llevó su colección de clicks, por si se aburría, y una bolsa de agua con unicornios pintados al óleo; aceitunas machadas y torrijas caseras, para luchar contra el hambre en el mundo; una moto a gasógeno y una chaqueta de tweed a juego, encima del pijama de franela; trescientos kilos de calcetines con rayas y una montaña rusa de cobertores de fibra hueca; su bote preferido de gel Magno y un refugio de pastor (fecundar montañas era un sueño recurrente en su existencia); una bomba lapa de amor -fabricación casera- y dos arritmias programadas para explosionar si suspiraba después de las doce de la noche. Dos whiskys, una copa de oporto y una partida a la siete y media que se dejó por terminar el día que le tallaron. Las escrituras del olivar que heredó de su madre y un café de puchero sin azúcar. Puso adelfas en un tiesto rojo con la intención de tener a mano un adorno que colgarle en el pelo si se daba la ocasión, y estiró bien las sábanas bajeras.

Ella aportó sus libros ilustrados y una manta con dibujo de jirafa albina que compró justo antes de su último suicidio; una pluma gansa, con tintero, y un tocadiscos averiado; un pañuelo hecho con seda de araña y almohadones de ganchillo. Avanzaba mucho en las clases de costura. 
La regadera verde que dejó olvidada su exmarido cuando el terremoto y trece suspiros ahogados; el pantocrátor dibujado en un grano de arroz abanda y sus cuadernillos Rubio favoritos (los de amor); sus pies fríos de siempre y un metrónomo que le indicaba los tiempos con sonrisas, 70 negras por minuto es moderato y más que suficiente para aprender a ser feliz. El teléfono, un martillo de uña y el crisol que utilizaba para refundir chocolate y religiones; un cinexin 300, una viga de piedra que siempre llevaba en el bolso y el fuego necesario para encender diez chimeneas.

El sofá corrió a cargo de los vecinos. 
Y cuando al mes siguiente tuvieron por fin todo colocado por riguroso orden alfabético, encendieron el interruptor de "lluvia" y empezaron a mirarse de reojo.
El picnic estaba siendo un éxito.

1 comentario: