Amado mío:
Desde que te fuiste de casa me gusta decir a nuestros amigos que estoy creciendo, para no tener que compartir con Sole la custodia de todos estos vinilos que te olvidaste en la estampida y que se me van acumulando entre los dientes. Sabes que no hablo de estatura. Alguno insiste en convencerme de que el desarrollo emocional nos permite follarnos a las piedras del camino con las que tropezamos sin dejarlas embarazadas, y yo estoy tejiendo ya condones mentales de ganchillo por si vuelves.
El chirrido del limpiaparabrisas me hace ahora tanta compañía que los días secos escupo hacia fuera en modo aspersor durante el trayecto de casa al trabajo. No te digo más.
Y no los cambio porque no me sale de los cojones, que me aporta más seguridad ese ruidito que aquella vez que me pusiste frente al barranco y, agarrando tímidamente de un arnés que ya empezaba a hacerme ampollas, juraste solemnemente que nunca me dejarías caer. ¿Te acuerdas? Luego empujaste. Para darme confianza, te oí decir mientras bajaba.
No hay mayor soledad que la de la pendiente del barranco mientras te lo estás tirando.
Con todos los libros que querías donar a la biblioteca he terminado la trinchera que íbamos a construir juntos para aislarnos del mundo, cuando éramos jóvenes y alocados y parecía que vivir el uno sin el otro era poco menos que un escaldar tomates con agua fría. Todavía no sabíamos que existía la palabra drama ni falta que nos hizo aprenderla, me cago en Dios. Y ya no voy a misa desde entonces, porque rellenar la petaca con agua bendita me parece una chiquillada y no me hace tanta gracia como cuando tú me obligabas.
Los sábados por la tarde, si no tengo clases de Constancia o huevos para olvidarte y hacer natillas, soy como un gran bolsón de recuerdos-chips con sabor a ajo. Me repiten mucho y no puedo evitar el mal sabor de boca que me dejan. Eructos vitales, los llamabas tú, me acuerdo, mientras te encendías los cigarros con los últimos rescoldos de nuestra hoguerita, cuando me pelabas la manzana y te colgabas las mondas en las orejas para hacerme sonreír, tonto, si aún me hacía gracia, si me parecías un domador de circo, por qué lo hiciste... por qué lo hiciste, cabrón. Por qué tuviste que irte a comprar el tabaco a América, de donde es originario.
Con lo cerca que quedaba el estanco de tu madre.
Escribe pronto.
Siempre tuya.
Resolver sopas de letras aún humeantes y sentir un peso familiar ya lejano en el triángulo de la muerte, eso pasa mucho. Aunque verte superar el Nivel Experto, con certeras dentelladas, sacia de iure, cualquier demanda. Acude rauda al abrazo de la tarde, que siempre pasa, que siempre queda.
ResponderEliminarCasémonos, Kandereth, que soy una viuda muy alegre aún.
EliminarExcelente.
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