A veces hace falta un paladar de repuesto para vomitar enterita la vida.
Pero lo peor no es el regusto ácido que queda después de la convulsión. Ni la sequedad de la lengua, que pareciera papel del Estado. Que se te queda triste y acurrucada detrás de los dientes.
Ni tampoco la tirantez de los labios, en rictus jaranero, para simular que no pasa nada, que ya estás acostumbrada, pues que vaya bulimia que es la existencia, que ya lo sabemos, que esto se pasa y que pronto volverás a atiborrarte de lentejas.
Lo peor tampoco es la flojedad consecuente, ese desmadejar de coyunturas que te hace desear durante las siguientes horas unos hilos que te manejen vivo, quién lo iba a decir.
Ni los calambres del vientre, dado la vuelta, desahuciado, citado como testigo de cargo.
Lo peor es que cuando ni siquiera se te hayan pasado los primeros síntomas, ya sabes que tendrás que seguir chupándole los pezones a esta zorra para llegar al mes siguiente, y que unos días sabrán amargos y otros dulces.
Y mientras tanto, cicatrizan las mucosas y hasta la siguiente náusea.
O: Increíble, Venusibwá.
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