Siempre quise tener un tomate por corazón, que se convierta en el órgano principal de mi ensalada campera.
Así de claro os lo digo, mientras clavas -espejo- mi pupila en mi pupila azul.
Y por si quedaran dudas, practico por las noches con la sal y la pimienta, que el tomate no escuece y se respeta lo rojo.
Tendría que estudiar un módulo de horticultura, que se me ha olvidado ya cómo se lleva la pamela y el delantalito blanco de coger fresas. Pero estoy dispuesta a aprender rápido, para que lo único que me puedan hacer cuando me vuelva a cruzar con los caníbales del sexo sea, como mucho, un zumo.
Con las aurículas bien laqueadas (para que parezcan chinas) llenaría la planta alta de pequeños cajones estancos, y cuando tuviera que pegarle fuego a uno de ellos, los otros seguirán latiendo independientemente y a su ritmo. Cambiaría la sístole por algún conciertillo callejero y repartiría canapés de pisto cuando la diástole. Bombear ketchup nunca fue lo mío. Cuando quisierais escuchar mis ciclos cardíacos tendríais que aguzar, más que el oído, la lengua, de lo sabrosos que me iban a salir. Para hacer un buen gazpacho hay que escaldar muy bien el pericardio.
Y si en algún momento alguien pensara que está lo suficientemente maduro como para pegarle un bocado, arrancándolo sin piedad de la mata, lo despido de la temporada de cosecha y punto.
Para la tomatina ni pienso llamaros.
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