La tradición familiar se remontaba a los muchos años
anteriores que le conferían tal condición, y yo la recordaba desde que tenía
uso de razón. Cada veinte de diciembre, un grupo de mujeres, entre las
que me encontraba, se reunían en la cocina de casa para hornear los deliciosos
bollos que nos acompañaban durante todas las fiestas, en el postre, en el café
de media tarde, cuando venía alguna visita, porque sí, cortejando al último
vaso de leche antes de acostarse, el día de Reyes…
Los retorcidos de navidad.
Mi madre ejercía de maestra de ceremonias en aquella
orquestada cita que tan vivamente se grabó en mis recuerdos infantiles. Le
encantaba ejercer de capitana, pues siempre gustó de mangonear a cuantos la
rodeaban, derramando sobre nosotros todo su poder de manipulación, del que
pocos escapaban. Ese día del año hasta parecía engordar un par de kilos, el
orgullo y el poder la hinchaban entera.
El ritual comenzaba siempre un poco antes, cuando empezaba
a reunir los ingredientes necesarios y los acumulaba, ostentosos, sobre un ala
de la encimera marmórea, para ir convocando con el sentido de la vista a sus primos-hermanos,
el olfato y el gusto.
Ese día además, doblegando con algún esfuerzo su perpetua
severidad, y como las vacaciones de navidad estaban a la vuelta de la esquina,
me permitía faltar al colegio y disfrutar del proceso como si de la fiesta
mayor del pueblo se tratase.
Cuando la abuela Lala y yo nos despertábamos, ya llevaba
amasados un par de kilos de harina, mezclando con ella azúcar, huevos, vino
rancio, anís estrellado y un buen chorro de aguardiente. La veíamos sudar,
mientras desayunábamos. Con la habilidad que da la constancia, hacía crecer la
masa, pegajosa primero y compacta a medida que sus poderosas manos ligaban la
mezcla, hasta conseguir un enorme conglomerado de color crema, suave y
esponjoso, que ya desde esa temprana fase despedía un ligero aroma dulzón y
anisado. A pesar del esfuerzo que conllevaba esta tarea, no consentía ayuda de
nadie, ni siquiera de la abuela Lala, quien asistía impasible al despliegue de energía
de su hija, pues hacía tiempo había descubierto que la mejor táctica era ceder
y observar sin hablar demasiado. Mi madre no podía renunciar a la opción de
pavonearse ante las demás de la hazaña solitaria que suponía preparar esa ingente
cantidad de masa, necesaria para luego repartir retorcidos entre las casas de
las participantes. Las tradiciones se perpetúan precisamente por la repetición
inmutable de sus actos, y mi madre se encargó durante años de hacer cumplir esa
norma que ella misma había impuesto tácita y unilateralmente.
Hacia el mediodía, el monstruo amarillo reposaba ya bajo
los trapos húmedos, mientras comíamos, deprisa, aturulladas, porque enseguida
empezaban a llegar las demás. Tía Mónica era siempre la primera, y traía
consigo el remolino de su alegría, de la risa franca y acristalada que
practicaba sin complejos. Mi madre la envidiaba en silencio, porque veía en su
hermana la libertad que ella no podía tener: un marido moderno, un trabajo
fuera de casa, sin hijos que atender, sin obligaciones impuestas. Pero ante
ella siempre fingía una concordia que muchos años después, Tía Mónica
confesaría que, de siempre, sintió forzada. Las amigas de mi madre llegaban al
momento, y mi prima Angelita aparecía la última, con la siesta tatuada aún en
la cara.
Las tareas las asignaba mi madre, por supuesto, y
todas accedían con alegría a seguir sus órdenes mientras se enfundaban los
mandiles que traía cada una. Mientras el aceite se calentaba en la enorme
sartén de hierro renegrida, la cocina se llenaba de alboroto, carcajadas y
voces. Como si de un ejército se tratara, aquellas mujeres organizaban una
cadena de trabajo de forma natural, sin estridencias. Limpiar las cañas que
servían para freír los retorcidos, llenar una fuente de azúcar blanquísima,
pelar las naranjas que servirían para aromatizar el aceite, organizar
recipientes y cajas para hacer el reparto… Tía Mónica se dedicaba mientras
tanto a besar sonoramente a la abuela Lala, que sonreía en silencio. Mi madre la
arengaba siempre con la misma frase, venga, por favor, que hay mucha masa que
freír y nos van a dar las uvas.
Cuando todo estaba organizado mi madre me arrimaba un
taburete a la encimera y me iba dando pequeñas porciones de masa que le
arrancaba al monstruo con pellizcos rápidos. Estirábamos enérgicamente la bola
entre las manos para formar una serpiente flácida, larga, que se replegaba ligeramente
antes de enroscarla en el canuto de madera que servía de sostén y confería a
los bollos su característica forma. Cuando salían del aceite, ya dorados, mi
prima Angelita embadurnaba cada retorcido con azúcar, soltando sin parar
grititos enfurruñado, lloriqueando por sus dedos ardientes. Había que tener
mucho cuidado porque alguna caña traicionera podía esconder en su interior algo
del líquido caliente y la quemadura estaba asegurada, le repetía mi madre con
magisterio. El aroma de los bollos comenzaba a inundar el ambiente tras las
primeras fritadas, convirtiendo la cocina en obrador que desparramaba sus
efluvios lentamente por el barrio.
Siempre recuerdo los retorcidos de navidad como un
acontecimiento alegre, divertido. Un evento que creaba una atmósfera mágica
como anticipo de las fiestas, enmarcada por los villancicos de la radio, por el
gris acerado de la tarde lánguida que se percibía a través del ventanal de la
cocina, por la hermandad femenina…
Cierto año, siendo yo una moza que se empezaba a percatar de lo
que acontecía en el entorno, sucedió que ese 20 de diciembre terminaría para
siempre la tradición de los retorcidos tal y como la conocíamos. Las mujeres
hablaban, mientras parían bollos sin parar, de una tal Julia Ibars, la primera
mujer en España que se había divorciado, meses antes, y todas criticaban, cada
una a su estilo, a esta desconocida que, para la mayoría, era una
desvergonzada. Tía Mónica permanecía en silencio, haciéndole los coros a la
abuela Lala, que aquella tarde, quizá movida por su instinto, se amistó con la
botella de anís y trajinaba, a pequeños tragos, un vasito tras otro del dulce
licor.
-Pues a mí me parece muy valiente- dijo tía Mónica
mientras enroscaba una larga culebra de masa en el canuto negruzco y requemado.
El jolgorio cesó de repente y mi madre la miró con
rabia, como si en aquella frase se condensaran todos sus miedos, y comenzó
entre ellas un combate dialéctico que iba subiendo de tono a medida que las
demás se posicionaban en el bando de los partidarios de la moral católica,
donde estaban la mayoría de las mujeres de esa época. Tía Mónica estaba bien
sola cuando anunció que también ella se iba a divorciar, que ya había comenzado
los trámites con una abogada recomendada por alguien de su trabajo. La abuela
Lala sonreía en silencio entre trago y trago, y fue tal su satisfacción
solitaria, que por la noche tuvieron que avisar al médico para que le
diagnosticara, con sorna, una buena cogorza navideña. A mi madre le dio una de
sus famosas lipotimias, en esa ocasión de las buenas, y por una vez en su vida
tuvo que ceder el mando a las demás mujeres, que terminaron de freír la masa
entre apesadumbradas y expectantes. Los retorcidos de ese año fueron menos
dulces que otras hornadas, y las citas posteriores nunca tuvieron ya la misma
condición festiva que antaño. Tía Mónica se divorció al año siguiente, con la
opinión de la familia en contra, sin encontrar más apoyo que el de la abuela
Lala, que desde entonces y hasta el fin de sus días no volvió a catar el anís,
y esbozaba una sonrisilla burlona cada vez que salía el tema de su hija la
díscola.