Me subo el largo de la falda y me instalo detrás de la gasolinera, siempre que la decadencia así lo aconseja.

jueves, 18 de febrero de 2016

Ese bello animal de carga

El Silencio me acompaña desde aquel primer vientre que nunca recordamos. Siempre fui una niña silenciosa, de palabras y de gestos. Bostezar no es ninguna hazaña, porque solamente los narcisos lo adornan con gruñidos o imaginarias batallas.
Hasta para callar era más silenciosa de lo habitual, pues conseguía envolverme para regalo y aparentar que seguía fingiendo como siempre, sin que nadie sospechara que las contracciones de mi corazón me hacían muchísimo daño y me forzaban a un parto con cesárea. Los fórceps de la sociedad ni son de acero ni falta que les hace, puta eficacia.
Pero en esos años tampoco era imprescindible comunicar con sonidos: nos cubrían las necesidades básicas a fuerza de cocidos diarios y una disciplina que aprendimos sin esfuerzo en progresivos cuadernillos Rubio. Con lo cual, silenciarse de pequeña no producía réditos más allá de alguna mirada extrañada desde lo alto de un adulto o la soledad de los juegos infantiles.
Cuando llegó la pubertad se complicó el axioma, y el cocido ya no era suficiente. Yo hubiera seguido en silencio si los mayores no se hubieran empeñado en reclamarme explicaciones, sentencias, sintagmas nominales, opiniones, descripciones de escenarios, razones, paráfrasis y demás ruidos alternativos que me obligaban a bombear palabras para satisfacer su inercia comunicativa.
Por entonces, muchos caballeros en ciernes huyeron despavoridos de los sillones enmoquetados en los que apenas encontraron algún magreo inexperto por mi parte y aburridos muros de silencio, similares a los que-ellos aún no lo sospechaban- al cabo de los años terminarían agostando sus matrimonios de conveniencia.
El tsunami me pilló, qué esperaba, una mañana a solas en el cuarto de baño, obligándome de golpe a hacerme mayor con dos pequeñas rayas imposibles de esnifar. El Silencio regresó entonces como un famélico exiliado y se sentó a hacer bolillos con mi aparato fonador, durante años. Gobernando así, en regencia, una minoría de edad que los mayores disfrazaron con somieres prestados y muchas sonrisas de plástico.
Transcurrieron los años y aprendí a domarlo. De doler, pasó a calmar. De contrariar pasó a enguantarse. De tanto enraizar no tuvo más cojones que florecer.
Y hoy, que tengo ya completamente amueblada la sala de espera en la que entré de niña, y después de tantos años llegando el último a la meta, el Silencio se sube al podio de mis arrugas de expresión y salpica con la espuma del champán todas las urgencias y premuras de los que no saben callarse ni debajo del agua.
Silencio, se vive.

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