La gente se agrupa tácitamente en una larga fila que nace de
la boca de la taquilla. El cartel pegado con ventosas en la puerta acristalada
del cine anuncia la venta de entradas a partir de las cinco y media. Tres
adolescentes deciden acampar mientras esperan, y se sientan en el suelo a
juguetear con sus teléfonos móviles, aportando frescura a la hilera. Detrás de
ellos, una pareja de novios se besa. Ajenos a lo que ocurre a su alrededor,
parecen construir entre sus bocas un coto de caza privado, dedicados con esmero
a mirarse tierno, cuchicheando secretos de enamorados. La muchacha, de pelo
corto y carialegre, aprovecha eficazmente ambos hombros de su hombre, apoyando
la mejilla, espantando motas o dejando descansada, indolente, allí su mano. El
galán, en una de esas, le sujeta la cintura mientras suelta a pasear una mirada
inquieta que recorre rápidamente el parquecillo con fuente que queda a su
derecha, la terraza llena de gente del bar que da al otro lado de la calle y su
reloj de pulsera. Chirrían como dúo, ella tan joven que podría sentarse en el
suelo a merendar porros con los quinceañeros de delante, informal pero
discreta, él cadente, atocinado, salvado del desastre por una buena mata de
pelo entreverando canas y una chispa de alegría en los ojillos achinados que
parecen flotar en dos suburbios arrugados.
A medida que transcurren los minutos se nutre la cola con algún cinéfilo solitario, otra pareja más prudente, y una familia entera. Aparece un grupo de amigas, cuatro con la última que se incorpora después de comprar una botella de agua en el quiosco del parque, de la que bebe pensativa mientras mira al resto de las chicas sonreír y gastar bromas. De piel blanca, melena lisa y piernas largas, participa por compromiso de la alegría de la amistad. Ojea aburrida su teléfono y echa un vistazo hacia las puertas del cine, que continúan cerradas. Al volver la vista a su sitio se fija inevitablemente en los novios, que siguen destilando monerías. Enfoca los ojos hacia ellos, acoplando el drama a su mirada, y reconoce un semblante; el cuello toma ventaja frente a los hombros, que se tensan. Se queda piedra, yerta, alza la mano hasta la boca y muerde lentamente sus nudillos en un gesto represor y tal vez tierno. El color se le ha ido -más si cabe- de la cara, la barbilla tiembla levemente y sus ojos, que antes eran registradores de la propiedad, ahora son charca. Las amigas siguen parloteando y sólo se percatan de la escena cuando la ven dirigirse lentamente hacia la entrada, como si quisiera colarse. Eso es lo que piensa el pelirrojo cuando la muchacha se sitúa delante de él, como un autómata, y golpea furiosa el omoplato del maduro seductor que les da la espalda mientras aprieta cariñoso la oreja desnuda de su amante. La pareja asustada se vuelve a mirar a la muchacha, que llorando, comienza a golpear al hombre, incansable, dejando caer los puños una y otra vez sobre su cara, en su pecho, en la barriga. Las fuerzas la abandonan justo antes de desplomarse, hipando, a los pies del carroza que de repente se encuentra en el suelo, abrazando a la chica, boqueando como un pez fuera del agua.
A medida que transcurren los minutos se nutre la cola con algún cinéfilo solitario, otra pareja más prudente, y una familia entera. Aparece un grupo de amigas, cuatro con la última que se incorpora después de comprar una botella de agua en el quiosco del parque, de la que bebe pensativa mientras mira al resto de las chicas sonreír y gastar bromas. De piel blanca, melena lisa y piernas largas, participa por compromiso de la alegría de la amistad. Ojea aburrida su teléfono y echa un vistazo hacia las puertas del cine, que continúan cerradas. Al volver la vista a su sitio se fija inevitablemente en los novios, que siguen destilando monerías. Enfoca los ojos hacia ellos, acoplando el drama a su mirada, y reconoce un semblante; el cuello toma ventaja frente a los hombros, que se tensan. Se queda piedra, yerta, alza la mano hasta la boca y muerde lentamente sus nudillos en un gesto represor y tal vez tierno. El color se le ha ido -más si cabe- de la cara, la barbilla tiembla levemente y sus ojos, que antes eran registradores de la propiedad, ahora son charca. Las amigas siguen parloteando y sólo se percatan de la escena cuando la ven dirigirse lentamente hacia la entrada, como si quisiera colarse. Eso es lo que piensa el pelirrojo cuando la muchacha se sitúa delante de él, como un autómata, y golpea furiosa el omoplato del maduro seductor que les da la espalda mientras aprieta cariñoso la oreja desnuda de su amante. La pareja asustada se vuelve a mirar a la muchacha, que llorando, comienza a golpear al hombre, incansable, dejando caer los puños una y otra vez sobre su cara, en su pecho, en la barriga. Las fuerzas la abandonan justo antes de desplomarse, hipando, a los pies del carroza que de repente se encuentra en el suelo, abrazando a la chica, boqueando como un pez fuera del agua.
El pelirrojo, desdeñoso, traspasa la escena y comienza a
avanzar con la fila hacia la taquilla, que ya vende boletos. La del pelo a lo
garçon se queda estupefacta, confusa y aturdida. Sus brazos lánguidos acotando
las caderas denotan las pocas ganas que tiene de inmiscuirse en la tragedia. El
hombre que hasta hacía dos minutos parecía sólido tablón si ella hubiera sido
náufrago, llora desmadejado junto a la espontánea que ha interrumpido su
maravillosa cita semanal de enamorados. Del grupo de amigas que permanece
silencioso alrededor, alguien saca el móvil del bolso y hace una foto que
publicará en facebook con el título de “La Piedad invertida”. El destello
del flash hace que la joven dolorosa que yace inerte en los brazos del hombre
levante los ojos hacia el padre y rompa a llorar. La cola del cine ya no existe y,
dentro y fuera, la película, acaba de empezar.