Me envío rosas cada tres meses.
Pongo cara de sorpresa cuando suena el timbre y me tienen que temblar un poco las piernas al firmar el recibí, claro.
Disimulo torpemente la alegría hasta que se va el recadero. Venga, que se vaya de una vez, por favor.
Llego saltarina al salón, inundado de esa puta luz otoñal que pide siempre el comodín de la llamada con voz somnolienta, mullo la alfombra o el ring -según temporada- y me siento en la posición del loto. Cuando he terminado de comerme todos los pétalos, intercalando sorbos de zumo de tomate, rompo a llorar como una niña de aproximadamente cuatro años y medio que ve con impotencia cómo cae su helado al suelo descubriendo así una de las verdades más dolorosas de este mundo: el cucurucho resultó ser una estafa, punto para el barquillero.
Como consigo vomitarlos todos esa misma noche, en estrepitosas carcajadas que para mí que son fingidas, me he tomado la licencia de poner "Bulímica Floral" en mi currículo. Me gusta salir de las entrevistas de trabajo dando un portazo y gritando a todos los jefazos: "¡la peor experiencia es la demostrable, cabrones!"
No pongo tarjeta, no soy tan tonta. Me reconocería la letra o, en su defecto, el propio estilo.
Ejemplo 1: "Te espero esta tarde a las puertas de la gloria. Ponte guapa."
Ejemplo 2: "Nunca un daño de amor ha sido tan corto, princesita."
Firmar con una equis me produce tanta desazón como morder un chuletón de buey en crudo.
Que no se llame nadie a engaño: las rosas repiten.
En mi casa cada tres meses, ya te digo.